MINGA 9, año 6, semestre I, 2023

Universidad Mayor de San Simón – UMSS

Comunidad de Investigación para la Transformación de América Latina – CITAL

Minga. Revista de ciencias, artes y activismo para la transformación de América Latina
Año 6, número 9, semestre I, 2023, Cochabamba, Bolivia.

Minga es un proyecto semestral de la Comunidad de investigación para la transformación de América Latina (CITAL) para la difusión de ciencias, artes y activismo en nuestro continente. Minga se inscribe al portal institucional de revistas científicas de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS) con el apoyo del Centro Interdisciplinario PROEIB Andes, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UMSS. Mediante acuerdo de colaboración con la Dirección de Formación Continua Grado y Posgrado de la Facultad Arquitectura y Ciencias del Hábitat, UMSS, Minga acompaña el proceso de ejecución de la Maestría en Estudios del Desarrollo y el Hábitat con una perspectiva multidisciplinar, científica e internacional.

Jefe editor
Dr. Jan Lust
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Coordinación editorial ejecutiva
Dr. Jhohan Oporto
Universidad Mayor de San Simón, Bolivia
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Diagramación
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Gestión OJS
Lic. Rocío Mérida Moscoso

Ilustración de portada
William Camacho

Minga. Revista de ciencias, artes y activismo para la transformación de América Latina – 2023
© CITAL – Edición digital
Sitio UMSS: https://revistas.umss.edu.bo/index.php/minga/index
Sitio CITAL: https://minga-cital.com/
E-mail: minga@umss.edu
ISSN: 2704-5584
OPEN ACCESS – Licencia Pública Internacional — CC BY 4.0

Hecho en Cochabamba – Bolivia

“Bagua no se olvida”: masacre y rebelión en la Amazonía peruana
 
“Bagua is not forgotten”: massacre and rebellion in the peruvian Amazon

DOI

J. Kenny Acuña Villavicencio
Dr. Sociología. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma de Guerrero. Es Nivel 1 del Sistema Nacional de Investigadores, CONACYT. Forma parte de los Cuerpos Académicos: Violencia, derechos humanos, ciudadanía y cambio político del Posgrado en Ciencia Política y Dinámicas de las violencias y los conflictos del Posgrado en Estudios de Violencias y Gestión de Conflictos. Sus líneas de investigación son: violencia política, Estado y poderes locales, movimientos sociales, teoría crítica y antropología de la violencia.
E-mail: johnkenny@uagro.mx
ORCID: 0000-0002-3686-7138

Recibido: 31-05-2023
Aceptado: 29-07-2023
Como citar: Acuña V., J. Kenny (2023), “‘Bagua no se olvida’: masacre y rebelión en la Amazonía peruana”, en Minga. Revista de ciencias, artes y activismo por la transformación de América Latina, Nro. 9, año 6, semestre I, 2023, pp. 61-77, DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8275105

ISSN: 2704-5584

OPEN ACCESS – Licencia Pública Internacional — CC BY 4.0

Resumen

El 5 de junio del 2009, los aguarunas se manifestaron en contra de la privatización de la selva, las empresas transnacionales y un Estado que genera condiciones de pobreza, marginación y postración de las demandas reales del pueblo. El resultado de este enfrentamiento terminó en la masacre de Bagua, escenario donde las fuerzas del orden reprimieron y aniquilaron un movimiento que buscaba el diálogo para detener la explotación de los recursos naturales, el despojo y el reordenamiento de las comunidades. Dicho esto, el propósito de este trabajo consiste en repensar la lucha por la vida y el territorio, además de cuestionar la manera en que la razón neoliberal se impone ante la sociedad. La metodología gira en torno a la sociología histórica y la etnografía. Los testimonios y entrevistas que se obtuvieron del trabajo de campo, permitieron tener una apreciación mayor sobre el comportamiento del Estado, el desarrollo de los movimientos sociales y las alternativas que proponen éstas.

Palabras clave: Amazonía, Estado, masacre, movilización indígena, neoliberalismo, rebelión.

Abstract

On June 5, 2009, the aguarunas demonstrated against the privatization of the jungle, transnational companies and the State that produces poverty, marginalization and prostration of the real demands of the people. The result of this confrontation ended in the Bagua massacre, a scene where the forces of order repressed and annihilated a movement that was looking for dialogue to stop the exploitation of natural resources, the dispossession and the reorganization of the communities. The purpose of this work is to rethink the struggle for life and territory, in addition to questioning the way in which neoliberal reason is imposed on society. The methodology revolves around historical sociology and ethnography. The testimonies and interviews that were obtained from the field work, allowed a greater appreciation of the behavior of the State, the development of social movements and the alternatives that they propose.

Keywords: Amazon, State, massacre, indigenous mobilization, neoliberalism, rebellion.

 

Introducción: el grito de los aguarunas

El 5 de junio de 2009 en Bagua, región Amazonas, el Estado reprimió una de las luchas más importantes de la selva peruana que se opuso a los proyectos neoliberales, al despojo territorial y al reordenamiento de las comunidades. La respuesta estatal terminó en masacre e impunidad: se persiguió y encarceló a los líderes indígenas, se encubrió información sobre el número de víctimas, no hubo culpables por estos actos y, al final, se aprobó la consulta previa con la finalidad de respaldar la presencia del capital extranjero. En esta fecha los amazónicos fueron sitiados y sometidos por las fuerzas del orden. “En el lugar conocido como Curva del Diablo, los aguarunas (Awajún y Wampis) habían sido emboscados y acribillados por la policía especializada. Hubo varios muertos y desaparecidos como resultado del enfrentamiento” (Notas de campo, julio de 2009). Por entonces, los medios de comunicación y el Estado señalaban que las víctimas del conflicto eran más policías que manifestantes, sin embargo, los hechos indicaban que se trataba de una especie de negación y “limpieza étnica” (Zizek, 1998). “La élite y los grupos de intereses enquistados en el poder se refieren a los amazónicos como sujetos desechables o en transición a un proceso de modernización que no existe. El resentimiento y el odio forman parte de la lógica de acumulación capitalista en el Perú. La masacre de Bagua es su resultado” (Notas de campo, agosto de 2009).

En el fondo la rabia amazónica cuestionaba la actitud del Estado y la élite para con el mercado y los inversionistas. “Uno de los intereses de los grupos de poder era justamente explotar los recursos gasíferos y esto implicaba pensar desde el Ejecutivo en la lotización de los territorios amazónicos” (Notas de campo, agosto de 2016). Esta iniciativa había sido realizada a espaldas de los indígenas y provocaría una masiva manifestación que solo sería detenida con la represión. El derecho de consulta que había sido suscrito en 1993 por Alberto Fujimori y la Organización Internacional del Trabajo era letra muerta. Importaba más promover la inversión privada y explotar los recursos naturales, porque de esta manera se generaría trabajo para los “ciudadanos de segunda clase” como señalaba García durante las protestas (Lovón, 2019). Esta demanda había iniciado en abril del mismo año y terminaría en el llamado Baguazo del 5 de junio, tiempo en el que fue restablecido el orden y se impuesto la razón de Estado neoliberal. En la historia peruana esta respuesta desde arriba no es una novedad, al contrario, se realiza en momentos donde la clase política se da cuenta que la crisis económica y política deviene movilidad social y política. El despliegue de la lucha armada de los años ochenta es un claro ejemplo de esto.

Luego del Baguazo y la puesta en vigencia de la Ley, las demandas continuaron a una escala menor. Ante la persecución política, varios líderes habían decidido huir y solicitar asilo en diferentes países debido a la poca respuesta del Poder Judicial y el Congreso. De algún modo, esto cambió cuando Ollanta Humala (2011-2016) llegó al poder, puesto que la inclusión y el reconocimiento de la “cosa étnica” eran consideradas como dispositivos para garantizar la estabilidad económica. De esta manera, se llegó a promulgar la Ley de consulta con la intención de que los pueblos indígenas puedan aprobar la reorganización y privatización de sus territorios. En esta misma línea, organismos internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estaban preocupados por las resistencias indígenas y consideraban que los estados debían proponer alternativas y salidas legales (Plant y Hvalkof, 2002). Por supuesto, esta actitud consistía en reducir el problema a una simple demanda cultural y fomentar que el poder estatal garantice la coexistencia del mercado y las comunidades amazónicas.

Con Ollanta parecía ser que el movimiento social se encontraba subordinado a la normalidad y reconocimiento del flujo político o, dicho de otra manera, los sujetos aceptaban la autoridad, pero no fue así: como sugiere Marc Edelman (2005) todo movimiento político debe ser pensado históricamente y esto implica poner énfasis en los orígenes, cambios, alianzas, experiencias y contradicciones de la resistencia. Ante esto, la lucha amazónica no solo fue un levantamiento coyuntural debido a la ofensiva neoliberal, más bien se trató de un proceso político enraizado en la dominación que toma la forma valor. Es decir, es el capital quien crea sus propias fuerzas opositoras y antagónicas. La rebeldía no surge por afuera de ésta, sino emerge de las contradicciones de las relaciones sociales capitalistas. El grito de los aguarunas lo demuestra y pone en vigencia la digna rabia.

Lo expuesto arriba tuvo sus antecedentes en la década del setenta, época donde la élite-militar puso en marcha una reforma agraria de corte socialista que generó una clase campesina dependiente del poder estatal. Las relaciones hacendado-indio no solo eran cuestionadas, sino también transformadas para que la tierra sea trabajada por los campesinos. Es más, en este periodo, luego de que la Ley de reforma agraria fuese promulgada por Velasco Alvarado, fue aprobada la Ley de comunidades nativas para que los indígenas de la selva fueran reconocidos como ciudadanos. No obstante, estas normas diferenciaban políticamente a los campesinos de los amazónicos, a decir verdad, la reforma no emancipaba a estos últimos, porque sus territorios eran considerados apartados o nucleados. A partir de la concepción estatal se estaba generando políticas identitarias y culturales con el propósito de amoldar la cuestión colectiva a la idea de progreso, pero debido al deterioro de los regímenes militares y la crisis de Estado de los años ochenta, se efectuaría la toma del poder de Fujimori y, al mismo tiempo, un reajuste radical de las relaciones sociales, políticas y económicas.

Con él se inauguraría el neoliberalismo, la reorganización de territorios comunales y la privatización del campo y la ciudad. “Desde mediados de la década de 1990 y gracias a las condiciones favorables expuestas líneas atrás, se inicia un proceso de grandes inversiones privadas en la agricultura de exportación y, algunos años después, también en la producción de agrocombustibles” (Eguren, 2014: 176). Debido a esto, en la Amazonía los indígenas y las asociaciones civiles eran las encargadas de negociar con el Estado para defender los recursos naturales y cuestionar el despojo territorial a la que estaban siendo sometidos. En estos últimos años, una de estas organizaciones que se había enfrentado al poder estatal fue la Asociación Interétnica el Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP), quien junto a los aguarunas impugnaría la Ley de la selva de Alan García. No solo se trataba de 99 Decretos que promovían la privatización y la reorganización de los territorios amazónicos, sino que se aceptaba un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos que había sido impulsado por Alejandro Toledo (2001-2006) en acuerdo con los empresarios. Esto implicaba reorientar el trabajo a los flujos del mercado, transformar la naturaleza en valor de cambio, eliminar toda formación social de carácter colectivo y considerar la seguridad nacional, que no es otra cosa que el uso de la violencia legítima para garantizar la inversión privada.

En cuanto a este último, el ejercicio de la violencia trastoca sin ningún atavismo cualquier espacio y derecho reconocido por el propio Estado, porque expresa “la forma más elemental de la propiedad privada incluyendo el control a través de la ley y el orden como condición previa su premisa y su resultado” (Bonefeld, 2005: 60). En ese sentido, la masacre en Bagua exalta el verdadero carácter violento y la incapacidad del poder estatal para controlar una movilidad social que exigía un alto a la destrucción de la tierra y la vida. “Es muy difícil que el Estado establezca una relación armoniosa entre el capital y la sociedad, mucho menos cuando se habla de destruir bosques, ríos, animales y comunidades como los aguarunas que habitan la selva desde hace cientos de años” (Notas de campo, agosto de 2009).

En función de esto, en este artículo se pretende: explicar el accionar de la élite, esto es, la negación de otras formas de vida diferentes a los modelos predominantes del progreso, así como el modo en que se impuso la violencia y el orden social; reescribir los acontecimientos que generaron la masacre en Bagua; y, narrar la emergencia del movimiento amazónico. En cuanto a la metodología, se realizó una etnografía en los meses de junio y agosto del 2009 y durante los primeros tres meses del 2016, además otra parte del documento fue discutido el 2012, 2018 y 2023 en foros y congresos internacionales. El trabajo de campo permitió recuperar testimonios y elaborar un balance concreto y “real” de los hechos. También, me apoyé de la sociología histórica con la finalidad de hilvanar conceptos y categorías, así como explicar sucesos históricos que dieron sentido y existencia a lucha emprendida por los aguarunas. 

Elite, Estado y violencia

En el siguiente apartado me refiero al carácter violento del poder estatal como la fuerza habitual que ha acompañado históricamente la dominación autoritaria. Para ello, parto de dos ideas: la primera, el Estado actúa por la fuerza a favor de un interés nacional y, paradójicamente, se autodeclara juez global y verdugo (Chomsky, 1998); la segunda, la dominación es puesto en marcha por una élite que cumple una función histórica de poder dentro de una comunidad racional (Gilly, 2006: 20). En otras palabras, la élite es la que se encarga de controlar el poder estatal y ejerce el monopolio de la violencia, es más, ésta actúa en favor del orden social y en contra de los que cuestionan la obediencia y la cultura de la represión.

Esta es la manera cómo la élite en el poder pone en marcha políticas neoliberales y de privatización del espacio en el que se desarrolla el sujeto, es decir, a través de la represión, el racismo y la eliminación de las protestas sociales. En oposición a los beneficios que pudiera otorgar el progreso como forma de realización humana, “el caso de Bagua evidencia históricamente que bajo la noción de progreso no hay lugar para que se reconozcan a los indígenas y a sus verdaderas demandas” (Notas de campo, julio de 2016). En oposición a esta idea, quienes persisten que el neoliberalismo puede ofrecer uno de los mejores mundos, señalan que no se ha hecho un análisis real del potencial que tiene esta forma de control social, puesto que promueve la participación ciudadana y la soberanía de la cultura.

En ese tenor, la derecha es consciente de esto, porque después de la reorganización del trabajo y el capital con Fujimori, no les queda la menor duda de que el Estado es una esfera política donde no están comprometidos los intereses de ninguna clase, sino donde se garantiza la inversión privada y los derechos individuales (De Althaus, 2007; De Soto, 2021). Pero, uno de los obstáculos para que los ideales liberales no puedan arraigarse en una sociedad como la peruana es por el comportamiento de la élite y ciertos empresarios (Montaner, 2010). De esta manera, se deslindan los preceptos liberales de lo que las clases dominantes realmente hacen. Al fin y al cabo, la teoría liberal extrema defiende al Estado en cuanto forma una sociedad que puede desarrollar mejor el capital.

Lo que implica el desarrollo del capital rebasa con mucho un escenario armonioso o justo, en otras palabras, no hay manera de entender cómo el Estado puede a la larga hacer compatible el capital con la democracia. Este oxímoron, así como la idea de Estado que respeta las libertades individuales son modos que nos permiten acercarnos a la historia peruana de represión y odio dejando de lado la manera dominante de concebir al Estado. No basta con señalar que las políticas neoliberales no funcionan o que la historia ha impedido que el Estado y la élite adquiera una ética liberal, todo lo contrario, es necesario recalcar que es la única forma en que la dominación capitalista se ha podido afianzar. Las libertades de los individuos y el ejercicio de sus derechos parecen contraponerse a los planteamientos en torno a la formación del Estado.

Pensar como la élite en el desarrollo del mercado a través de la creación de un Estado liberal que sea capaz de eliminar gobiernos corruptos y hacer más eficiente la gestión de recursos que la sociedad necesita es creer que el capitalismo no genera sus propias contradicciones. En primer lugar, el liberalismo olvida qué hacer con la pobreza; en segundo lugar, se niega a aceptar que la lucha social es la que ha posibilitado que se abran procesos democráticos; y, en tercer lugar, el Estado no es neutral a ningún interés i.e. la imparcialidad no puede existir en condiciones donde la acumulación del capital no permite que se incluyan otros intereses que vayan en contra de él. El modelo de Estado que se fomenta en realidad otorga un escenario favorable para que la élite disponga de las herramientas suficientes para mantener su dominio sobre cualquier otra alternativa e impida la existencia de un marco legal que reconozca la lucha social.

Como se observa la élite siempre ha intervenido para mantener sus privilegios. En atención a esta parte, Harvey (2007) menciona que el neoliberalismo permite a las clases dominantes permanecer en el poder, pero no hay nada más lejano que relacionar esta posición política con un acto democrático liberal. Esta forma política que está anclada a la idea de justicia, libertad e igualdad de oportunidades es distinta a la variante libertariana donde resalta que el Estado mínimo solo debe cumplir la función de garantizar el bienestar de la propiedad y del individuo (Rawls, 1995). Quizás estos hechos y debates no se han desarrollado en el Perú a lo largo del siglo XX, pero de lo que sí es seguro es que la élite no creó otras condiciones abiertas, liberales y democráticas más que las suyas para conservar el poder.

En el caso de los indígenas, su inclusión como forma de justicia y reivindicación siempre fue negada a excepción de algunos períodos de formación de la nación como los gobiernos de Leguía (1919- 1930) y Velasco (1968-1975). Por tanto, la posibilidad de concebir a los indígenas como sujetos políticos desde los cánones del poder estatal siempre fue considerado como algo irrealizable. Hay que reconocer que la élite en el Perú nunca desplegó políticas sociales liberales (derechos civiles y políticos) y esto se debe, porque el liberalismo no pudo ser otra cosa que una doctrina económica. La expansión del capitalismo no implicó procesos políticos democráticos como la creación de una nación con ciudadanos y derechos para todos. Estas disposiciones reales los generaba el mercado exactamente como hoy lo hace, pues al mercado no le corresponde una determinada política, al contrario, éste engendra sus propios dispositivos, sobre todo ante la falta de agentes que puedan regular dicho fenómeno. Así, la aceptación o rechazo corresponde a la posición que tiene el sujeto en el desarrollo económico.

Sería muy sencillo decir que el Estado y el liberalismo son parte inherente de las clases dominantes, pero en cierta medida fueron éstas las que mejor se desarrollaron bajo estos preceptos. Es más, aquellos grupos cuyas propiedades podían realizarse con capital extranjero predominaron por encima de los intereses comerciales y económicos del resto de la sociedad. Del mismo modo, la apertura comercial no sólo les ofrecía riqueza, sino un control social, así como la posibilidad de formar su propio Estado. Si bien los grupos dominantes no lograron dar dirección y forma a la nación, este nuevo contexto se tradujo concretamente en la exclusión exitosa de una serie de clases para ser ciudadanos y la continuidad de poderes regionales que se ensañaba más con los indígenas (Flores, 1994: 141).

Por otro lado, uno está tentado a decir que la herencia colonial realmente produjo una fragmentación política que hacía difícil la creación de la nación o que la construcción de un Estado significó un problema para que la oligarquía mantuviese sus privilegios de la manera habitual en que lo hacía. Como se ha mencionado, los rasgos coloniales sí lograron impedir el desarrollo de una hegemonía o clase gobernante (para todos), pero también el liberalismo y el mercado abonaron sus propios legados a la formación de un Estado excluyente y represor. La ruptura de un poder oligárquico y la posibilidad de generar leyes para que todos impulsaran el progreso son procesos mucho más complejos que la visión de la élite quiere hacernos creer hoy en día.

El desarrollo del capitalismo en el Perú es la historia de la articulación de varias formas de coerción: el poder del gamonal, el Estado oligárquico y el mercado. Es un hecho sorprendente que este último se constituyera en el fundamento del proyecto político. Así, las disputas para generar un Estado tuvieron una dinámica propia: la élite limeña necesitó romper alianzas con pequeños sectores de la economía para dar paso al Estado liberal y permitir la entrada de productos que afectaban el crecimiento económico. Esto generó una nación fragmentada i.e. la construcción del Estado implicó, salvo en algunos breves períodos de la historia, la marginación de otros grupos sociales, la ampliación de la burocracia y la pauperización de varios sectores como el indígena (Flores, 1994: 207).

La construcción del Estado siempre fue disputada, pues implicaba un arduo proceso de ruptura con el poder oligárquico y una profunda dependencia económica del capital extranjero. De este modo, los pasos hacia el progreso generaron un giro político muy específico: la modernización implicó la transformación de las comunidades para usufructuar con sus recursos; distintos períodos de formación del Estado han intentado dar un sentido al desarrollo económico; la real acumulación legitimada por el  Estado hasta los años sesenta se caracterizaba por estar fuertemente enraizada a las exportaciones; esta acumulación lejos de crear un proyecto moderno lo que originó fue despojo y asalarización y no-asalarización. Ante esta situación, los campesinos exigieron reformas para el campo con el propósito de que se les respetaran sus comunidades y, además, fueran incluidos en los proyectos de industrialización (Flores, 1994: 385).

Estas reformas fueron realizadas en la década del setenta por Velasco Alvarado. Era claro que dichas políticas le conferían al campesino un sentido más reivindicativo, pero al mismo tiempo contradictorio, puesto que exigían la unificación del campo en términos de identidad y producción (Acuña, 2012). Esta visión se desenvolvía en un marco mundial donde las ideas de izquierda cobraban importancia y donde las reformas agrarias eran alentadas como medidas de seguridad nacional. No se trataba únicamente de una repartición importante de tierras, sino de un proyecto abigarrado que tuvo varias consecuencias. Uno de los mayores intentos de Velasco, muy aparte de generar una burguesía nacional y eliminar a la oligarquía, era lograr que el Estado monopolice el capital y reconozca legalmente a todos los sujetos rurales como una clase campesina y política. Esta decisión tuvo sus límites debido al modo en que intervenía el Estado, pues lejos de brindarle legitimidad al campesino lo postraba a una forma de producción social y colectiva (Mayer, 2009: 66). La complejidad de la historia de dominación del Estado rebasa los límites de este apartado, pero teniendo en cuenta esto se debe resaltar que la idea de progreso siempre ha caminado de la mano con el terror y la violencia que ejerce el poder estatal.

La comunidad y el territorio en resistencia

En la Amazonía se encuentran comunidades en lucha y que aún mantienen una manera propia de no-ser en este mundo. En este apartado, el termino comunidad se utiliza para comprender la creación de acuerdos, diálogos, procesos subjetivos e intersubjetivos y prácticas políticas realizadas por los indígenas en defensa de su territorio (Acuña, 2012: 165). Cabe aclarar que no me refiero a la comunidad regulada por el Estado que apela por el respeto y reconocimiento de lo étnico, sino a la organización en común que ejerce de facto su propia existencia social y simbólica sin mediación o coerción alguna (Ventura, 2010; Clastres, 2007).

La comunidad entendida desde sus propios términos y posibilidades nos permite conocer el territorio de una manera más cercana y concreta, puesto que ésta es continuamente alterada por la inversión privada y el despojo capitalista que promueve la élite. Con justa razón, Enrique Leff (1996: 15) considera que el Estado neoliberal hizo de menos el campo y ha puesto en estado necrótico las bases ecológicas y sociales, es más, en el transcurso del tiempo ha generado un campo de lucha y resistencia a los proyectos de reestructuración y apertura comercial y financiera. Es decir, “las luchas sociales de los pueblos indígenas han ido creando su propio proyecto y regulación por fuera del poder del Estado neoliberal” (Notas de campo, febrero de 2016).

Estas luchas dan lugar a pensar en los sujetos negados que intentan no solo cuestionar el industrialismo al que se encuentran sometidos, sino también liberar la cosificación de las relaciones trabajo-naturaleza, porque el núcleo de disputa se centra en la transformación resultado de la explotación sin control a la que ha sido sometido la Amazonía. El aprovechamiento desmedido de los recursos como la madera, el gas y el petróleo han provocado un desajuste espacial y cultural. En efecto, “lo que busca el aguaruna es restablecer su relación con su territorio, esto es, la elaboración del medio natural y cultural productivo. Se trata de sentidos y significados materiales que avanzan en una dirección contraria a los deseos del poder desde arriba y la flecha del progreso” (Notas de campo, agosto de 2009). Varios son los proyectos extractivos de los recursos naturales que se encuentran en la Amazonía, empezando por la explotación del petróleo por la empresa estatal PETROPERU, pero poca es su capacidad para evitar los derrames y la contaminación de ríos y comunidades. Ante esto, “el hartazgo no es algo deliberado, responde a todas las afectaciones provocadas por la expansión del capital y la destrucción de los territorios de Amazonas, pero también de Cusco, Ucayali, entre otras” (Notas de campo, febrero 2016).

Las demandas indígenas ponen en cuestionamiento los intereses de la élite y en general la forma en cómo son usufructuados los recursos naturales y territoriales. No solo se trata de una más de las demandas a la ofensiva neoliberal, sino del hecho de abrir un espacio de realización del tejido social en común. “Las comunidades indígenas exigen el curso histórico que les ha permitido formar una cultura en abierta oposición a la destrucción de su mundo y el nuestro” (Notas de campo, febrero 2016). El territorio le permite a cada individuo, dueño de su proyecto civilizador, estar reproduciendo sus medios naturales de producción, así como su propia cultura en respuesta a la sociedad capitalista y del espectáculo que ha hecho del hombre un ser alienado (Debord, 2006; Varese, 2006: 261; Escárzaga y Gutiérrez, 2005).

Contrario a una sociedad de mercado, los propios amazónicos son los que se encargan de brindar existencia y significado al espacio en el que se mueven. En ese tenor, Varese (2006) enfatiza que, a diferencia de la razón neoliberal, los indígenas de la selva usan de una manera más organizada y política el territorio, así como los recursos naturales. Sin duda, es una respuesta noble y digna que resalta la autodeterminación colectiva como punto central de la resistencia y la lucha desde abajo (Holloway, 2009). Ello no sería posible sin la cultura como recreación simbólica del espacio y la conciencia, porque esta última manifiesta un lenguaje profundo que es parte integral de la actividad productiva de la comunidad.

En consecuencia, la lucha de los aguarunas es una de esas resistencias que debe ser revisitada no con ánimos de pensar temporalmente u observar la manera en la que se legitima el capital, sino con la firme necesidad de resaltar el verdadero anhelo y los motivos que encarna oponerse a los poderosos. Esto obliga a considerar que se debe ver la otra cara de la historia oficial y encontrar allí elementos que permitan pensar en alternativas y posibilidades de relacionarnos de otra manera como sujetos que somos. Si nos damos cuenta, los aguarunas exaltaron un temor que asola a la humanidad entera y que es resultado de la sociedad industrialista y de consumo. La destrucción incesante y paulatina de la naturaleza está provocando cambios en la geología y en nuestra biología. Con esto, no solo se están acabando los recursos, sino también nuestras esperanzas de habitar la tierra. Esta es la tarea que nos deja el movimiento aguaruna a casi cinco lustros de que fuera aniquilado por el Estado. En ese sentido, ¿se trata de revivir una época? Sí, pero, sobre todo, como dice Benjamin (2008: 306), se debe evocar “cada uno de los instantes vividos [porque] se convierte en una citation à l´ordre du jour: día que es el del Juicio Final justamente”.

La masacre de Bagua

El 5 de junio de 2009, considerado como el Baguazo, el Estado ordenó a las fuerzas del orden para que elimine cualquier tipo de movilización que se desarrolle en los municipios de Bagua Chica y Bagua Grande. En estos lugares, “miles de Awajún y Wampis tomaron por asalto las calles. Estaban decididos a impedir la promulgación de la Ley de la Selva de García y para ello debían cerrar la carretera y quemar la comisaria de Bagua Chica como un acto de protesta” (Notas de campo, agosto de 2009). Para impedir una mayor manifestación, el Estado envió a la DINOES para que los aguarunas retornen a sus comunidades. Sin duda, “esta represión provocó la muerte y desaparición de muchos indígenas, cuyos familiares buscan a la fecha alguna forma de justicia ante un Estado que los niega y reprime” (Notas de campo, agosto de 2009). En palabras de un dirigente Awajún:

Esta matanza ha sido por los hermanos más guerreros, los Awajún y Wampis que hay, en la Amazonía se han muerto. Hasta ahora no podemos recuperar todos los cadáveres, hemos sido quemados, hemos sido embolsados, encostalados, que nos han botado de helicóptero. El gobierno mismo, terco de gobierno, ese día mismo declaró toque de queda para que nadie pueda entrar en el lugar donde ha habido matanza, de recuperar a los cadáveres. Hemos estado encerrados y nadie podía entrar a ese lugar cinco días. Hasta eso, los DINOES, policías han aprovechado de matar a nuestros hermanos y esos no son recuperables (Leandro Calvo, entrevista, agosto de 2009)

En Bagua la situación era incontrolable. Además de lo ocurrido en Bagua Chica, los aguarunas habían tomado la estación de petróleo y lograron dispersarse por otros municipios y comunidades con la finalidad de desorientar a las fuerzas del orden, pero el poderío del Estado fue mayor, éstas no dudaron en disparar a quemarropa (Acuña, 2012, 154; FIDH, 2009). “El único modo de contener la lucha amazónica era apagando su ira i.e. los llamados antiterroristas debían de usar bombas, lanzallamas, perdigones y, desde arriba, helicópteros para habilitar el cierre de la carretera que conducía a la estación seis del oleoducto de PETROPERU” (Notas de campo, julio de 2009). La revista independiente Generaciónrelata que centenas de amazónicos se habían movilizado en oposición a los proyectos de privatización del Estado:

La operación se inició el viernes 5 antes de las seis de la mañana. Unos 20 policías pertenecientes a la Dinoes se dirigieron a retomar la «Curva del Diablo», en Bagua, creyendo que se encontrarían con un pequeño grupo de manifestantes. En realidad se toparon con una turba de 500 nativos armados con lanzas y flechas. El combate se inició casi de inmediato. Tras las primeras escaramuzas, los cientos de nativos terminaron rodeando a la veintena de efectivos policiales. Los primeros blandían sus flechas y lanzas. Los segundos empuñaban sus fusiles AKM y sentían el peso de las pistolas y las granadas en las cartucheras. La tensión que debieron sentir en ese momento estuvo sin duda marcada por el latido de sus corazones. Si disparaban, la matanza de nativos sería inminente. Si se rendían, lo más probable era que terminaran muertos. Eligieron rendirse. Eligieron morir antes que matar (Generación, 25 julio 2023).

Estos hechos definen la violencia de Estado, porque “el único mecanismo político que se usa para mantener el orden social es la fuerza. A esto se añade las acciones que son impuestas por la clase política, pues no les interesa acabar con las comunidades, al contrario, la consigna es reordenar y lotizar territorios para el capital extranjero” (Notas de campo, julio de 2009). Basta recordar que, durante el levantamiento de Bagua, Alan García usó calificativos como el hecho de que los amazónicos eran personas de segunda clase y que nada tenían que hacer 400 mil indígenas frente a 28 millones de ciudadanos (Lovón, 2019). Esta glosa que parecía remitirse a un proceso de balcanización Zizek (1998) se efectuaría más adelante con la masacre de diciembre del 2022 y enero del 2023 en el régimen de Dina Boluarte.

El comentario del difunto mandatario radiografía de algún modo el proceso histórico y represivo que se ha desencadenado en el Perú a lo largo de su creación como Estado-nación. A lo largo del siglo XX y las primeras décadas del XXI la negación a las comunidades indígenas se dio con la finalidad de legitimar la dominación del poder estatal y para ello el exterminio del Otro era fundamental. La eliminación de un grupo social puede llevarnos a una serie de interpretaciones que entre ellas destaca la más conocida: el genocidio. Al respecto, Gould y Lauria (2008) quienes estudian el caso salvadoreño, sostienen que los investigadores, incluidos ellos, prestan atención a la definición que hace Naciones Unidas con la finalidad de demandar a los culpables i.e. genocidio es la “intención de destruir en todo o en parte una raza, nacionalidad, religión o etnia”.

No obstante, pensar a partir de esta vía no permitiría saber a ciencia cierta cuáles son los orígenes de la violencia y los motivos del Estado capitalista para deslegitimar una demanda auténtica como la realizada por los amazónicos, me refiero a la lucha por el territorio y su cultura. La necesidad de no consultar a los indígenas por la explotación de recursos y reprimirlos en una sociedad donde se respetan los derechos humanos, requiere otras preguntas que tiene que ver con las relaciones Estado-capital. Esto quiere decir, en palabras de Hirsch (2005:169), que el “Estado en su forma social específica sólo es capaz de mantenerse en la medida en que siga siendo garantiza la reproducción económica”. En este entendido, la violencia que ejerce el Estado se da con fines de reproducción del capital y reorganización de los tejidos sociales. “Por un lado, el Estado estaba obligado a garantizar la inversión privada, porque había suscrito el TLC con Estados Unidos; por el otro lado, no importaba la consulta previa, así como destruir subjetividades, alterar la naturaleza y reubicar a las comunidades amazónicas donde se encuentran recursos explotables” (Notas de campo, agosto de 2009).

El Estado abusó de su poder al momento de aprobar las normas, además incumplió el Convenio 169-OIT y con él negó el derecho a consulta previa que exigía el movimiento amazónico (Pinto, 2009, 147). Según esta organización los estados que realizan cualquier actividad lucrativa y dañan a las comunidades indígenas deben de someterse al diálogo (OIT, 2006: 2023). Si bien este Convenio fue suscrito por Alberto Fujimori en 1993, en la práctica no pretendía dar legalidad y mucho menos otorgarle la voz de los campesinos e indígenas. Es más, es sabido que Fujimori puso en efecto cierto tipo de políticas sobre titulación de tierras para privatizar y reducir la pobreza en las zonas rurales. Esta acción que había sido respaldada por la Constitución de 1993 agravó la condición política de los sujetos rurales, porque hizo que se elimine todo “carácter inalienable e inembargable de estas tierras” de la selva, también hizo que se “debilite su carácter imprescriptible, al colocar como causal de excepción el abandono” (FIDH, 2009: 13). Si antes las comunidades habían sido respaldadas por la Ley de Comunidades Nativas de Velasco, ahora estaban siendo reconstituidas y reformadas por las políticas neoliberales.

Como recuento histórico, es necesario precisar que, luego de la Ley de reforma agraria de Velasco, se aprobó la Ley de Comunidades Nativas en 1974 para incorporar a los amazónicos a la vida económica (Acuña, 2012: 159; Spalding, 1974). El propósito de esta política fue convertir a los indígenas de la selva en campesinos para que fuesen agentes del cambio, sin embargo, dicha integración cuestionaba de algún modo su historia. Para muchos funcionarios, la reforma agraria fue un proceso de democratización y civilización de los pueblos andinos y amazónicos desarticulados de cualquier proyecto país; en cambio, para otros, fue el inicio de la crisis agraria y el momento de repensar la noción del Estado-nación y su política ambigua de integración y rechazo de las etnias (Smith, 2002).

Lo que se buscaba era crear un sujeto hegemónico para que actuara como ciudadano y en libertad. Pero, esta respuesta desde arriba quedaría inconclusa puesto que la oligarquía estaba enquista en el poder a pesar de que Velasco representaba la izquierda peruana. Esto permitió que la derecha con Fujimori se encargue de generar políticas neoliberales de identidad en lugar de hegemonía. En ese sentido, el campesinado y el indígena de la selva fueron considerados como una nueva clase importante tanto para el Estado como para los partidos políticos. Con relación a esto, García y Lucero (2005: 236) mencionan que “el antagonismo de Estado no se componía de factores étnicos, al contrario, fue la clase, que luego llegó a ser la necrosis del indígena, la que estuvo compuesto por aquellas comunidades campesinas que conformaban el poder contra-hegemónico del Estado”. Este hecho hizo que se fragmentara el campo y se diferenciaran los actores políticos en sindicatos campesinos, movimientos indianistas y federaciones étnicas (Smith, 2002).

Esta última organización mantuvo un discurso más articulado que le permitió defender sus territorios y resistir hasta la actualidad. “La importancia de estas federaciones fue importante para el desarrollo de la movilidad política debido a la noción étnica presente en las protestas amazónicas. En principio, porque éstos proponían una serie de discusiones relacionadas al rechazo de los proyectos extractivistas y al despojo territorial” (Notas de campo, agosto de 2009). El primer debate fue convocado por la “federación Shuar, organizada en el Ecuador en 1964. La segunda, el Congreso de Comunidades Amuesha, fue establecida en 1969” (Smith, 2002: 236). El factor étnico fue un elemento clave para la acción social de la Federación, además esto permitió que en 1973 se consolide como AIDESEP. Esta organización se encargaría de defender junto a los amazónicos los territorios de los proyectos capitalistas y la presencia extranjera:  Plant y Hvalkof (2002), representantes del BID, sostenían que el Estado debía manejar de mejor manera los conflictos internos y pensar en las oportunidades de empleo y desarrollo de las comunidades que originaba el mercado.

Para los inversionistas, los conceptos como tierra y territorialidad tenían que ser reconsiderados por los estados debido a la efervescencia de los movimientos indígenas y al clima inestable que se creaba al momento de explotar los recursos naturales. “El reordenamiento territorial –para los ojos del capital y el Estado– permite a los pueblos indígenas salir de la línea de pobreza y, sobre todo, da lugar a negociar y efectuar políticas sociales, así como ampliar o restringir derechos” (Notas de campo, agosto de 2009). De esta forma, se puede decir que desde la década del noventa hasta el segundo régimen de Alan García (2006-2011), las pretensiones privatistas se radicalizaron y fueron consideradas seriamente la reorganización del trabajo, la reubicación de las poblaciones indígenas y la entrega de concesiones a las empresas transnacionales. Por ejemplo, el Decreto Legislativo 1090, Artículo 6, referido a la Ley Forestal y de Fauna Silvestre manifestaba lo siguiente:

“El decreto 1090 busca regular la tala ilegal de madera, la minería artesanal y la explotación del recurso faunístico. El justificativo es que dichas actividades se reconocen como predadoras de la selva. Sin embargo, hay que considerar también que esas son las únicas fuentes de subsistencia de las comunidades indígenas de la Amazonía. En conclusión, el discurso oficial busca equiparar el uso comunitario para la subsistencia con la actividad de empresas que explotan recursos naturales a gran escala o que producen biocombustibles” (Hinojosa, Ricco y Toasa, 2019: 22).

Esta norma formó parte del total de 99 Decretos Ley que los amazónicos cuestionaban. Asimismo, en el TLC existía varios acuerdos relacionados con el trabajo y el medio ambiente que fueron ratificado después del Baguazo (Ministerio de Comercio Exterior, 2023). Específicamente, tales normas estaban destinadas a garantizar la inversión, respaldar a las empresas y modernizar la agricultura en la Amazonía. En respuesta a estos cambios, los amazónicos se movilizaron y junto a AIDESEP respondieron legalmente contra los Decretos 994, 1015, 1073, 994, 1020, 1064, 1081 y 1090, porque transgredían sus derechos colectivos e indígenas. Esta provocación instó a varias comunidades amazónicas del Sur peruano como Puno, Madre de Dios y Cusco para que se movilicen en apoyo a los aguarunas y exijan la anulación de los proyectos neoliberales. La respuesta del Estado fue más que violenta y como ha ocurrido en antaño se impuso el orden y la represión.

La masacre del 5 de junio fue visto como una brecha de gobernabilidad, se juntaron Estado-élite-inversionistas para restablecer el trabajo y regular las actividades económicas supuestamente en función del bien de todos (De Echave, 2009). Pero, no solo eso, se debe poner atención al hecho de que el Estado aparece en momentos de crisis política a pesar de respetar la autonomía del libre mercado y los derechos humanos. A decir verdad, la violencia estatal permite que la acumulación sea menos perturbada y desequilibrada por las luchas sociales, a su vez hace que se siga reproduciendo la explotación y la destrucción humana y natural.

A manera de conclusión

La violencia es la única forma de existencia del progreso. En el caso de la Amazonía, ésta se impuso a través de la represión, el racismo y la negación del Otro i.e. del indígena que protege su territorio y la naturaleza del industrialismo y la maquinaria capitalista. Para el Estado capitalista aceptar a la cosa étnica implica no solo apoderarse de la producción de subjetividades e identidades, sino también de discursos colectivos como ocurrió con la reforma agraria de Velasco, las políticas de reterritorialización de Fujimori y las políticas de inclusión y consulta de Ollanta Humala.

La élite buscó históricamente crear una nueva clase rural que sea parte de la producción y el crecimiento económico. Con Velasco se tuvo esa intención, pero este proceso duró muy poco. Durante los llamados estados desarrollistas o estados keynesianos el control de la potencia del trabajo no podía ser contenido por el Estado y esto implicaba un cambio en la reorganización de las relaciones sociales. En el Perú, este papel fue llevado a cabo por Fujimori y su Constitución de 1993, en ésta la razón económica estaba por encima de los intereses de la mayoría de la sociedad. Sin duda, este cambio político implicó la privatización del campo, la desregulación del trabajo, la destrucción de la naturaleza y reordenamiento de los territorios comunales.   

En respuesta a este acontecimiento, como se ha explicado más arriba, Bagua expresa la represión a la que históricamente han sido sometidos los pueblos indígenas y campesinos del Perú. Cualquier otra forma que devenga en alternativa al neoliberalismo es visto como anticuado y contrario a la modernidad o al progreso. Esta percepción no es para menos, sobre todo en un país donde el racismo y el capitalismo se han impuesto por la fuerza. A ello se añade el poder de la élite para defender los intereses de grupos y clases que se han enquistado en el poder y que solo claman la realización humana a partir de la democracia (desigual) y la libertad (económica) como únicas alternativas de socialidad. En ese marco, la masacre del 5 de junio de 2009 en Bagua no puede olvidarse, porque la forma extraordinaria en que interpelaron a los poderosos es de resaltar i.e. la lucha fue llevada en los mismos términos del Estado. Se recurrió al respeto de la ley, es decir, la consulta previa y los derechos humanos, pero a diferencia de otros diálogos con el poder, éste realmente significaba echar abajo los Tratados de Libre Comercio y, en específico, la acumulación capitalista.

Esto no quiere decir que el Estado haya reconocido su lucha y su dignidad humana, al contrario, la resistencia es permanente y continúa, porque a la fecha no hay culpables por lo ocurrido en Bagua. El odio y la impunidad se han convertido en la norma por excelencia. En un inicio, el 2016, el líder Alberto Pizango y 52 personas habían sido denunciados por la fiscalía, pero se comprobó que se trataba de un crimen de Estado contra los amazónicos. Pese a la resolución favorable no existe como tal una reparación y, mucho menos, una sanción para el Estado por la muerte de los aguarunas en Curva del Diablo. La herida está abierta y el pueblo no olvida. Ahora más que nunca la tensión es constante, sobre todo cuando se tiene un régimen como en los años noventa, me refiero a Dina Boluarte y su premier Otárola, quienes no solo se aliaron con el Congreso para masacrar las movilizaciones étnicas de Ayacucho, Andahuaylas, Juliaca y otras regiones del Sur peruano, sino también para legitimar la razón neoliberal por encima de la vida.

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